martes, 19 de marzo de 2013

Ciudad naturaleza.


 



[i] El diablo meaba sobre su cabeza. El cielo era su culo cerrado, pedorreador de rayos, latigazos de manos mojadas que se secaban en la suciedad de la jeta citadina sin nombre.

[ii] El gran perro oscuro mostraba la lengua sarcásticamente, antes de perderse entre los tonos negruzcos y grisáceos de la violencia vital: sonrió con la mirada antes de ser despanzurrado por un automóvil que le partió todo el puto esqueleto en mil pedazos de polvo hasta que lo sintió debajo de su trayecto etílico al Infierno. No alcanzó ni siquiera a lamentar su dolor atropellado.

[iii] Las tripas coloreaban el asfalto sombrío con su viveza sanguinolenta. Aún latía el corazón como un reloj cansado, lamía sus últimos instantes la piedra de cuero que sería devorada por gusanos. Concebiría moscas que procrearían enfermedades que expulsarían muerte transmitida en millones de patas ansiosas de esparcir su pequeña peste por doquier.

[iv] Las banquetas se ahogaban en el líquido pestilente que eyaculaban las cloacas, ¡vomitaban la mierda con que las habían alimentado! El aire levantaba el hedor y lo arrullaba entre sus brazos oscilantes como una ramera que deshecha en el excusado infinito dentro una bolsa de plástico el feto que le hizo un hijo de puta. Mear diabólico y cálido.

[v] ¡Apestaba a renovación! ¡El último grito se había emitido proveniente de las fauces orgánicas!

[vi] Los zapatos que oscilaban entre mantener el balance del titán y derribarlo se cubrían de opacidad.

[vii] La Tierra se sacaba a putazos la contaminación, peleaba ya sin fuerzas por no ceder ante la estupidez humana.

[viii] Había que arrancarse la mugre de la piel con los dientes podridos, descarapelarla hasta que los huesos manifestaran su fragilidad sin el arropamiento de la carne melancólica.

[ix] Lloraba de rabia el Cielo que otrora cubriera a la voluptuosa Madre de la Vida. Era el testigo impotente que la observaba sucumbir ante la maldad del monstruo enano.

[x] El smog despedido por el escape de un cacharro apagó su color cuando fue aguado por los escupitajos de la agonizante.


[xi] Él salió del anonimato que lo resguardaba del agua. Le sonrió al desecho perruno. Vio una lengua amoratada y unos ojos forzados a retribuirle el gesto.

[xii] Escurría la meada por todo su cuerpo. El calor corporal se evaporaba en la humedad: las palabras susurrantes se convertían en vaho.

[xiii] La indiferencia le dio la espalda a la calle. Cesó el llanto térreo. Tiritaba su eje cósmico.


[xiv] En el principio fue la calma escurrida. El silencio del suspiro hondo que nunca termina.

[xv] Unas manos transparentes le abrieron las entrañas a las nubes, y la cascada luminosa solar penetró poco a poco, hiriendo con sevicia la calma de los insectos que secaban sus alas con el imperceptible rocío de su vuelo interrumpido.





[xvi] Detuvo su andar. Se petrificó su conciencia. Contempló, sólo contempló. No existía el ruido. Observó: sintió un árbol renovado. El verdor de las hojas le lastimó la vista umbría de pavimento. Los ojos se le habían limpiado. Podía respirar con tal voluntad que temía dormirse en el lapso entre suspiro y expiración. No conocía este mundo.

[xvii] Una mariposa voló su último latir de alas multicolores ante su incredulidad. Se precipitó después.

[xviii] El frescor atacó las fosas nasales de los edificios personificados. Los hizo temblar: —No están acostumbrados a respirar libertad —pensó.

[xix] El concreto erosionado también revivió. Se agachó para recoger a la naturaleza armoniosamente muerta. La palma de su mano fue esperanza por siglos.


[xx] Un pedo del diablo le destroza el neuroesqueleto a un árbol viejo. Practica el fatídico ano su peluda precisión.

[xxi] Funesto preámbulo. La revancha atruena. Ha perdido la Tierra.

[xxii] Despiertan las blasfemias vehiculares. El ejército vengador mata con sus pisadas rutinarias y cansadas la apacible muerte de la mariposa. Él la aprisiona en su puño odioso.

[xxiii] Cae un gigantesco dedo fálico sobre su risa malévola. Su fin no es infortunadamente sino el inicio de otros como él.

[xxiv] En el único piso, ambas cenizas son meadas por el diablo, antes de dispersarse por el sonido destructor de un pedo.

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