DCXXI.
Cuando se seca el tupido
follaje de los árboles, cae en el tazón de cereal que desayunan los niños.
DCXXII.
Escucho la palabra “follaje”, y
me apetece “echarle un polvo” a una española.
DCXXIII.
Aun de adultos se puede ver que los
mandriles eran insoportablemente traviesos de pequeños.
DCXXIV.
Los barcos de vapor solían
fumar.
DCXXV.
A los bolígrafos de antes les
gustaba usar la patilla larga y portar sombrero.
DCXXVI.
Los tranvías eléctricos son
gusanos que se arrastran con las antenas paradas.
DCXXVII.
El carnero sueña que su cabeza
se repite incesantemente en los acueductos de piedra.
DCXXVIII.
Hay plantas que son el moño de
la caja de regalo de la Naturaleza.
DCXXIX.
El que se para frente al cofre levantado
de su automóvil descompuesto, se vuelve reparador de pianos de cola.
DCXXX.
A pesar de su verdor, la
Naturaleza que flanquea calles, carreteras, vías de tren... luce muerta.
DCXXXI.
Tengo las palmas de las manos
inundadas de caudales secos.
DCXXXII.
El huevo estrellado es una casa
inflable —con solar incluido— que el cocinero construye sobre la sartén.
DCXXXIII.
Donde realmente se hace l a r g a la
agonía, es en la parte final: “í-a”.
DCXXXIV.
Los bolsillos de los pantalones
siempre le gastan bromas a la ilusión de nuestro tacto: en lugar de billetes,
se sacan pedazos de papel.
DCXXXV.
Las macetas temen tanto a la
tormenta, que escurren en sudor por el miedo de que las parta un rayo.
DCXXXVI.
Las lagartijas son los animales
más fuertes que hay: se mueven haciendo “lagartijas” —“planchas”, en España.
DCXXXVII.
Era tan avaro que conminaba a
la gente a que le regalara una sonrisa.
DCXXXVIII.
Las canciones son olas por
donde navega nuestro ritmo en busca de recuerdos.
DCXXXIX.
La frase “allá afuera”, que se
emplea para aludir a la calle, debería referirse al Universo.
DCXL.
Las mujeres se sienten y ven más
hermosas cuando se reflejan en los escaparates de los centros comerciales.