CDLXI.
Las llaves son niñas a las que
les gusta jugar a las escondidas.
CDLXII.
Desde la infancia “Macedonia”
me suena a “cerámica”.
CDLXIII.
Al escuchar el nombre “El Perú”
inmediatamente pienso en “la llama”. (La
agreguería no está en el texto sino en el proceso mental.)
CDLXIV.
La letra d es una p que nos ve
de cabeza.
CDLXV.
La g es el matrimonio de la o
con la j, donde la última perdió su nombre de soltera.
CDLXVI.
El acuarelista se siente como
pez en el agua cuando pinta un paisaje con lago.
CDLXVII.
El reloj enterrado en la arena
es el tiempo eterno muerto.
CDLXVIII.
Las
casas están llenas de venas: tubos de drenaje, cables de luz...
CDLXIX.
El día
en que se mueren, las personas prefieren no levantarse de la cama por el dolor
de espaldas que les da.
CDLXX.
El chile
es una nariz sin cara.
CDLXXI.
Con la
mitad de la cara cubierta por el abanico, la geisha analiza si le mostrará al
hombre todas las cartas de su juego.
CDLXXII.
¡Quiero
hacer un brindis por las copas de los árboles!
CDLXXIII.
A las
siluetas les gusta ir a la sala de cine.
CDLXXIV.
Ese eco
ya lo había escuchado antes.
CDLXXV.
Los
biógrafos también se mueren al final del libro.
CDLXXVI.
Le
estoy contando un cuento al libro que leo.
CDLXXVII.
A veces
al mar le gusta peinarse con copete de ola.
CDLXXVIII.
No
Ramón, maestro, “las rosas no se suicidan”; las rosas simplemente se cortan las
venas.
CDLXXIX.
Cuando
en la calle nos topamos con alguien que creemos conocer, mentalmente revisamos
los fotogramas de la película de nuestra vida para ver si damos con su rostro.
CDLXXX.
Como el
vino que se hace vinagre con el tiempo, el semen de la juventud se nos
convierte en orines de ancianos.
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